25 sept 2008

el gimnasio, o el quebranto implícito de la norma heterosexual

Los gimnasios son una mínima reproducción de la cultura occidental, donde la pretensión de afirmar la masculinidad implica la asunción de actitudes y de formas de ser muy, pero muy, homosexuales, que al mismo tiempo son hipócritamente sancionadas por el mismo sistema. Puede ser algo totalmente subjetivo, pero es que no puede evitar que me parezca muy gay (casi eróticamente gay) ver dos niños ayudándose a completar los ejercicios. Está esta máquina, por ejemplo, en la que uno se sienta con la espalda derecha, y tiene que unir frente al rostro dos cosas sostenidas con los antebrazos. Es casi inevitable darle una connotación homosexual a ese ejercicio cuando un niño ayuda al otro a terminar de chocar las dos cosas frente a su rostro. Evidentemente, ni las descripciones ni los tecnicismo gimnásticos (¿?) son mi fuerte, pero en resumen la cosa es que el rostro del niño sentado (quien hace el ejercicio) queda justo frente al del otro niño que lo ayuda a ponerse fuerte. A centímetros pues de darse un besito en la boca. O por lo menos a mi me da esa impresión. (Por cierto que la jerga es algo complicada cuando eres gay, porque la idea de estar en un gimnasio es ponerse cada día más «fuerte», en el sentido de que tus bracitos deben definirse y ponerse duros y todas esas cosas que se refieren a la firmeza del cuerpo y que asociamos con belleza en el hombre; pero ponerse «fuerte» no es lo mismo para un gay que para un heterosexual. Irónicamente, los homosexuales que van al gimnasio, muchas veces, son los que tratan con más ahincó de huir de este tipo de «fuerza» que es sinónimo de plumas en eso que llaman [ecológicamente] «ambiente».)

Los gimnasios son pues una cosa extrañísima que tiende a confundirlo todo y, por lo tanto, que tiende a confundirlo a uno. En estos lugares, además, es más difícil que en otras partes saber si alguien es gay o no. Más aún cuando hay hombres heterosexuales que no les importa montarse en esas máquinas en las que lo único, o por lo menos lo más y más notorio, que se mueve es la pelvis, de adelante hacia atrás, de atrás hacia adelante. De más estaría decir que la connotación sexual es evidente; además no estamos acostumbrados a que el hombre, a diferencia de la mujer, haga en público movimientos de ese tipo. En cambio, y contrario a lo que se esperaría, muchos gais huyen despavoridos de esos ejercicios tan alusivamente sexuales. Hay otros ejercicios, sin embargo, que podrían dar pistas más confiables acerca de la orientación sexual de alguien. Por ejemplo, el aerobic es algo aún reservado para las mujeres (por lo menos, en mi pueblo), los hombres que lo hacen o están tratando, consciente o inconscientemente, de desafiar la norma o están asumiendo sin tapujos su orientación sexual y su afinidad con el lado femenino que se supone que tenemos todos. Pero ya que la mayoría de los gais no hacen aerobics, sea por miedo a la exposición o por cierta misoginia inculcada, ésta tampoco es una pista totalmente certera.

En la actualidad ni siquiera podrías distinguir al gay del no gay por su olor en el gimnasio: seguramente en épocas pasadas el ejercicio tenía fines distintos y el mal olor era un signo de la virilidad del macho, pero hoy en día los ejercicios del gym son fundamentalmente un proceso de creación de un cuerpo, el cuerpo que se quiere por considerarse bello, lo que implica en cierta medida la construcción de una identidad distinta de quien intenta crear un nuevo cuerpo a partir del que tiene. Por lo tanto, todo el que vaya a un gimnasio va para verse «mejor» y ningún hombre que en ese sentido, se preocupe por su físico y apariencia (cosa que antes era exclusivo de mujeres y homosexuales) va a permitir conscientemente que su cuerpo huela mal.

Así pues, el gimnasio implica de por si la asunción de rasgos tradicionalmente femeninos y/u homosexuales: Primero, el cuidado estético antes era algo reservado para las damas, que se debían poner bellas para los caballeros. Ir al gimnasio es ir a ponerse bello para atraer el sexo de su preferencia, es decir, los hombres heterosexuales admiten la necesidad de esforzarse, más allá de su naturaleza y de su cuerpo innato, para conseguir la aprobación de las mujeres. Ya el hombre no es más hermoso mientras es más feo, ahora debe procurar ciertos cuidados a su cuerpo para que luzca aceptable ante las mujeres, así como lo han hecho siempre ellas. Segundo, ponerse bello implica una percepción específica de lo que es bello y lo que no lo es. Algunos que defiendan su heterosexualidad a capa y espada podrán argumentar que el hombre adecua su cuerpo a lo que las mujeres quieren encontrar en él, para así atraer más mujeres y desplegar fácilmente su naturaleza promiscua. Sin embargo, la asunción de parámetros de belleza para el propio cuerpo conlleva la observación de lo que es bello en los otros cuerpos masculinos. El cuerpo deseado, el que se intenta construir en el gimnasio, es un cuerpo visto y apreciado, es, pues, un cuerpo deseado no sólo en el sentido de que se quiere tener uno igual o se quiere llegar a ser como él, es deseado también en tanto se ha constatando, por la propia experiencia, que ese cuerpo despierta algo especial en los otros cuerpos que los circundan.

De ahí que podamos decir que los gimnasios efectivamente sean un recinto no sólo para ejercitarse sino también para apreciar los cuerpos ajenos. De ahí también, que podamos justificar la casi inmediata asunción del gimnasio como templo inherentemente homosexual.

22 sept 2008

(no-)crónicas de una boda (anaranjada)

Las bodas suelen ser iguales todas. Sin importar la fe en las leyes del hombre y/o de dios, lo que se espera de toda pareja de jovencitos bien es que se casen, primero por «civil» (generalmente en la casa de los padres de la novia o el novio, una reunión pequeña, más que todo familiar, tipo coctel, etc.), y luego, por la Iglesia. Todas las novias siempre caminan hacia el altar con sus vestidos blancos de la mano de su padre. El novio de la mano de su madre. El énfasis del cura: la prevalente dulzura de la mujer, y la responsabilidad del hombre, como dios manda, como María y toda esa gente lo quieren. Padre nuestro que estás en los cielos… y los declaro marido y mujer. Anillos, jaras. Accesorios humanos prescindibles: niños tirando pétalos de rosas, un cortejo, una dama de honor. Y después, la fiesta. La fiesta que no sería la mejor parte del proceso si no hubiera alcohol y comida de por medio. Sin eso, sería más bien, mucha gente vestida de forma parecida (especialmente en el caso de los hombres) tratando de no aburrirse. Pocas personas soportarían toda la velada sin nublarse el cerebro con la bebida y sin ingerir constantemente algo de comer. Es esa la retribución para los invitados por el regalo dejado a los novios en el buzoncito de la entrada; porque, en el fondo, en este mundo, todo puede ser reducido a una mera transacción económica.


Si eres parte del cortejo, que fue mi caso, tu vestimenta va a resultar aún más repetida (traje oscuro, camisa blanca, corbata anaranjada y una florecita en la solapa), te tomarán muchas fotos, con demasiados flashes que te dejarán viendo manchas blancas en todo, por un buen rato. Fotos que, por cierto, es probable que ni siquiera llegues a ver. Si la recepción es más que todo una fiesta familiar, con algunos amigos de los recién casados, y no eres ni familia ni formas parte del circulo social de los conyugues, entonces apreciarás más aún el valor del licor y la comida (especialmente si no te dio tiempo de cenar en tu hogar porque tenías que estar temprano en la Iglesia).

En fin, muchas cosas en la vida son rituales repetidos con variaciones (expresamente) mínimas, ya que si se altera demasiado el patrón puede verse alterada la tradición y eso podría terminar en tragedia. Así que uno espera paciente que termine la fiesta y la pasa lo mejor que puede. En algún punto se deja contagiar por la alegría de la gente, alcohol mediante, y especialmente la de los novios. Es entonces cuando, después de mucha música tropical (irónicamente muchas letras de desamor e infidelidad), comienzan a poner reggaetón, a petición del selecto (y ebrio) grupo que ahora quedamos. Para que después los mesoneros recojan las mesas haciéndonos saber que el alquiler del local caducó, y que «hay que arreglarlo para mañana» porque es el restaurant del hotel. Así que, también apagan la música y recogen los equipos. Y el desconsuelo termina dando paso al sueño, y en algunos casos, a las ganas de vomitar.

Pero al final, todo el teatro parece haber tenido algún sentido porque, en la Iglesia, cuando leyeron lo que el cura les pone a leer a todos los novios, los mismos discursos pre-listos (como los tequeños), ella (la novia) lo miraba a él (el novio) como si de verdad sintiera lo que decía, aunque lo hubiese escrito otra persona lejana en algún lugar y tiempo ya lejanos. Porque durante la fiesta, en un punto en que la pista estaba totalmente vacía, ellos se pararon a bailar la canción (bastante tropicaliente, por cierto) que sonaba en el celular de ella cuando él la llamaba (probablemente la misma que sonaba en el celular de él, en el caso contrario). Porque cuando la novia entró a la Iglesia, sea por emoción o por nervios, se le notaban las ganas de llorar y sólo se tranquilizó cuando, al llegar al altar, tomo la mano de su esposo. Por eso, al final, y especialmente para los homenajeados, todo el ritual repetido vale la pena ser vivido no sólo por las fotos, el alcohol, la retribución económica, la comida gratis (gratis para ellos y para quienes no llevamos regalo, como yo), y el reggaetón. {imágenes de SergioLaboriel y misspaq}


18 sept 2008

es verdad...


Porque la vida de suyo es breve, es verdad que hay que aprovechar la brevedad de los momentos, vivir las cosas pequeñas como que fueran grandes, porque en suma, lo son. Disfrutar del viento y que te mueva el cabello, de las comiquitas para niños, de las series que te hacen reír. Del dolor. De las rosas no, las rosas pasaron de moda. De la playa y del sol si, y de la arena aunque se pegue de la piel, y de las películas, de la música. De bailar, aunque te dé pena. Del alcohol. De las experiencias repetidas, de los clises, y de la gente. Vivir cada cosa porque cada cosa tiene su sabor, y al final, sólo habrán vivido realmente los que hayan sabido elegir entre todos los sabores sólo los mejores, los que hayan probado más, pero también los que hayan sabido probar, los que se hayan equivocado al probar, y hayan sabido cuando dejar de probar, cuando no conviene volver a viejos sabores con gustos repugnantes, ya probados, aunque la textura sea agradable.

Claro que, igual al final, todo depende de la subjetividad de quien lo mira. La relatividad acaba con todo y uno termina no sabiendo nada, no estando seguro ni de uno mismo. {fotos: ~Xascola}

2 sept 2008

sere yo o los otros


«A propósito del urbe especial de moda y el artículo de Original It Boy» hace algunas semanas envíe a ese semanario, vía e-mail, el artículo sobre la moda en Venezuela y los supuestos expertos en modas que tenemos en el país, antes publicado aquí. Dicho artículo fue incluido esta semana en la sección de «desahogo» bajo el titulo de OPINIÓN RAZONADA (i, ii, y iii); y Lizandro (uno de los dos editores) respondió lo siguiente:

Deberías ser alcalde de tu comunidad. Eres un hombre de palabras respingadas y buen talante. Yo siempre mando a hacer mi ropa en Singapur. Allá la gente cosa muy bien y me hacen unos sombreros y suéteres de lana de muerte. Cuando no puedo hacerlo voy donde mi amigo Giovanni Scutaro y le digo que sus diseños no me gustan. No me compro nada y después me tomo un jugo de piña. Es que chico, la moda así de alta costura es un tema que hay que discutir bajo una mata de mango, así recostado en un chinchorro. Yo recuerdo también que un día cuando estaba recostado en un sembradío de jojoto me vino la idea de tener un saco de pelos de jojoto, cocido a mano por un artesano de Barlovento.

Seguido de una «Nota de Andreina» que decía:

¿Lizando tienes temiga? No me fijé. ¿Eso se pega?

A veces siento que hay un problema en mí; pero sólo a veces, cuando intento darle el beneficio de la duda a algunos medios y a algunas personas. Es que, será que cuando yo leía Urbe con cierta (no mucha) regularidad era de la misma calidad de ahorita, pero yo crecí y deje de entender los chistes. Será que de verdad me daban risas las cosas que decían o será que la risa (si la había y cuando la había) era condicionada. Será que soy yo o son ellos. Será que cuando yo era chiquito cualquier cosa (Urbe y Mtv incluidos) me parecía contracultural y revolucionario. Será que me hice más exigente o será que de un tiempo para acá en ese semanario contratan a la gente más por la ropa que tiene en el closet y por el estilacho que destilan al caminar que por las ideas que tienen que aportar y las cosas en general que tienen en el cerebro. Será que me creo más que los demás o será que de verdad Urbe ahorita da lástima. Lástima por una lista de cosas demasiado larga para ponerme a detallarla aquí.

Yo personalmente deje de interesarme por Urbe (no diré que lo deje de comprar, porque casi nunca lo hacía) en el momento en que todas sus portadas (y cuando se dice todas, es todas) tenían obligatoriamente una mujer semidesnudas en ellas. Y es que, si el sexo vende, ese cambio sólo podía significar, según mi humilde opinión, una medida desesperada para no decaer y seguir siendo un consumible habitual. Pero mi negativa a recurrir a él no tiene nada que ver con mi orientación sexual, simplemente no me interesan las publicaciones que, en general, venden cuerpo desnudos (de mujeres y/o de hombres), porque si se trata de querer pornografía para eso tengo internet.

Así también deje de interesarme por Mtv cuando comenzaron a pasar comiquitas en vez de videos y un animador de Nickelodeon pasó a animar los 10 más pedidos. El cambio, en el fondo, es el mismo: ponerle en frente a la gente algo fácilmente digerible (ya digerido). Cambiar el target: de una juventud “rebelde”, lejana reminiscencia de tiempos casi revolucionarios, a niños inquietos pero moldeables, herederos de un consumismo casi inerte.

En fin, insisto, seré yo que estoy mal, que de un tiempo para acá no entiendo nada, o que nunca lo entendí pero me hacía el elocuente, o más bien será que el mundo se está acabando de adentro hacia afuera y no nos estamos dando cuenta o a la mayoría no le importa porque están demasiado metidos en el proyecto de implosión.