Los gimnasios son una mínima reproducción de la cultura occidental, donde la pretensión de afirmar la masculinidad implica la asunción de actitudes y de formas de ser muy, pero muy, homosexuales, que al mismo tiempo son hipócritamente sancionadas por el mismo sistema. Puede ser algo totalmente subjetivo, pero es que no puede evitar que me parezca muy gay (casi eróticamente gay) ver dos niños ayudándose a completar los ejercicios. Está esta máquina, por ejemplo, en la que uno se sienta con la espalda derecha, y tiene que unir frente al rostro dos cosas sostenidas con los antebrazos. Es casi inevitable darle una connotación homosexual a ese ejercicio cuando un niño ayuda al otro a terminar de chocar las dos cosas frente a su rostro. Evidentemente, ni las descripciones ni los tecnicismo gimnásticos (¿?) son mi fuerte, pero en resumen la cosa es que el rostro del niño sentado (quien hace el ejercicio) queda justo frente al del otro niño que lo ayuda a ponerse fuerte. A centímetros pues de darse un besito en la boca. O por lo menos a mi me da esa impresión. (Por cierto que la jerga es algo complicada cuando eres gay, porque la idea de estar en un gimnasio es ponerse cada día más «fuerte», en el sentido de que tus bracitos deben definirse y ponerse duros y todas esas cosas que se refieren a la firmeza del cuerpo y que asociamos con belleza en el hombre; pero ponerse «fuerte» no es lo mismo para un gay que para un heterosexual. Irónicamente, los homosexuales que van al gimnasio, muchas veces, son los que tratan con más ahincó de huir de este tipo de «fuerza» que es sinónimo de plumas en eso que llaman [ecológicamente] «ambiente».)
Los gimnasios son pues una cosa extrañísima que tiende a confundirlo todo y, por lo tanto, que tiende a confundirlo a uno. En estos lugares, además, es más difícil que en otras partes saber si alguien es gay o no. Más aún cuando hay hombres heterosexuales que no les importa montarse en esas máquinas en las que lo único, o por lo menos lo más y más notorio, que se mueve es la pelvis, de adelante hacia atrás, de atrás hacia adelante. De más estaría decir que la connotación sexual es evidente; además no estamos acostumbrados a que el hombre, a diferencia de la mujer, haga en público movimientos de ese tipo. En cambio, y contrario a lo que se esperaría, muchos gais huyen despavoridos de esos ejercicios tan alusivamente sexuales. Hay otros ejercicios, sin embargo, que podrían dar pistas más confiables acerca de la orientación sexual de alguien. Por ejemplo, el aerobic es algo aún reservado para las mujeres (por lo menos, en mi pueblo), los hombres que lo hacen o están tratando, consciente o inconscientemente, de desafiar la norma o están asumiendo sin tapujos su orientación sexual y su afinidad con el lado femenino que se supone que tenemos todos. Pero ya que la mayoría de los gais no hacen aerobics, sea por miedo a la exposición o por cierta misoginia inculcada, ésta tampoco es una pista totalmente certera.
En la actualidad ni siquiera podrías distinguir al gay del no gay por su olor en el gimnasio: seguramente en épocas pasadas el ejercicio tenía fines distintos y el mal olor era un signo de la virilidad del macho, pero hoy en día los ejercicios del gym son fundamentalmente un proceso de creación de un cuerpo, el cuerpo que se quiere por considerarse bello, lo que implica en cierta medida la construcción de una identidad distinta de quien intenta crear un nuevo cuerpo a partir del que tiene. Por lo tanto, todo el que vaya a un gimnasio va para verse «mejor» y ningún hombre que en ese sentido, se preocupe por su físico y apariencia (cosa que antes era exclusivo de mujeres y homosexuales) va a permitir conscientemente que su cuerpo huela mal.
Así pues, el gimnasio implica de por si la asunción de rasgos tradicionalmente femeninos y/u homosexuales: Primero, el cuidado estético antes era algo reservado para las damas, que se debían poner bellas para los caballeros. Ir al gimnasio es ir a ponerse bello para atraer el sexo de su preferencia, es decir, los hombres heterosexuales admiten la necesidad de esforzarse, más allá de su naturaleza y de su cuerpo innato, para conseguir la aprobación de las mujeres. Ya el hombre no es más hermoso mientras es más feo, ahora debe procurar ciertos cuidados a su cuerpo para que luzca aceptable ante las mujeres, así como lo han hecho siempre ellas. Segundo, ponerse bello implica una percepción específica de lo que es bello y lo que no lo es. Algunos que defiendan su heterosexualidad a capa y espada podrán argumentar que el hombre adecua su cuerpo a lo que las mujeres quieren encontrar en él, para así atraer más mujeres y desplegar fácilmente su naturaleza promiscua. Sin embargo, la asunción de parámetros de belleza para el propio cuerpo conlleva la observación de lo que es bello en los otros cuerpos masculinos. El cuerpo deseado, el que se intenta construir en el gimnasio, es un cuerpo visto y apreciado, es, pues, un cuerpo deseado no sólo en el sentido de que se quiere tener uno igual o se quiere llegar a ser como él, es deseado también en tanto se ha constatando, por la propia experiencia, que ese cuerpo despierta algo especial en los otros cuerpos que los circundan.
De ahí que podamos decir que los gimnasios efectivamente sean un recinto no sólo para ejercitarse sino también para apreciar los cuerpos ajenos. De ahí también, que podamos justificar la casi inmediata asunción del gimnasio como templo inherentemente homosexual.