Hace como un año, o un poco más, trate de hacer del gimnasio una más de mis rutinas (en realidad, decir “una más de mis rutinas” es un poco una manera estilísticamente bonita y trillada de hablar de la cuestión, porque, viéndolo bien, creo que no tengo otras “rutinas” propiamente, más allá de la que me impone el horario de clases, por ejemplo). La cosa fue mal desde el comienzo: los gimnasios no van conmigo por muchas razones. Primero, ir sólo es horrible porque no sé hacer nada, no se bien para qué sirve cada ejercicio, ni cada máquina, etc., así que necesito de alguien que me guíe y el entrenador de este gimnasio era el peor, y un amigo con un poco más de experiencia que se suponía que iba a ir conmigo, iba a las horas que podía, que eran diferentes a la mías y hacía ejercicios de acuerdo a sus capacidades, que eran mucho mayores que las mías porque tenía más o menos tres años yendo diariamente a entrenarse. Además, yo nunca he sido un tipo físicamente activo, nunca he practicado ningún deporte, nunca hago ejercicios, sólo camino a veces y más que todo como medio de transporte. El ejercicio para mi no es una fuente de placer ni nada parecido, ejercitarse es más bien o un medio para alcanzar una meta (tener un cuerpo mejor, por ejemplo) o simplemente una obligación (las clases de Deporte en el colegio, por ejemplo). Así, el gimnasio era literalmente, un sacrificio. Más aún, una vida de inactividad aunada a una contextura bastante delgada, me hace un tipo débil, mi fuerza física es muy poca y muchas veces las pesas que me ponían a levantar resultaban ser algo exageradamente pesado para mi, siendo que eran las más livianas.
Otra cosa que me molestaba un poco (a lo mejor, por envidioso) pero que, secretamente y casi en la misma medida, me gustaba (por buzo, supongo) era el derroche de cuerpos, el contoneo de los niños, y no tan niños, mostrando sus formaciones corporales, sus brazos fornidos, sus pechos alzados como gallitos, sus trabajadas piernas. Porque en los gimnasios (y esto no es ningún secreto para nadie) están los que van a hacer ejercicio y en el proceso dejan ver su cuerpo, y están los otros que van a exhibir sus cuerpos y en tal proceso, para justificar su asistencia al lugar (y bueno, para seguir teniendo cuerpo que mostrar), se dedican a hacer ejercicio. Peor aún, toda persona que va al gimnasio es una cosa y es la otra en determinado momento, nadie se escapa. Si, pues, Dr. Jekyll y Mr. Hyde viven en cada uno de ellos (y nosotros).
En fin, es esa la dinámica de los gimnasios, una dinámica centrada en el cuerpo (propio y ajeno) y no la actividad singular del individuo sobre su cuerpo. Es lo paradójico de los gimnasios: dejaron de ser hace mucho tiempo lugares donde ejercitar el cuerpo y se convirtieron en lugares donde esculpirlo y exhibirlo. Es lo paradójico del mundo en el que vivimos, que tantas cosas que damos por hecho suelen ser simplemente incoherentes, y cada vez más, nada es lo que parece o solía ser, sino otra cosa totalmente distinta, y mucho más compleja.
Finalmente, esa dinámica era la que llegaba a intimidarme de tal forma que, aunado a todo lo demás, me hacían sentir suficientemente incomodo en el gimnasio como para abandonarlo por completo. Si, mis inseguridades muchas veces pueden más que yo: Quizá si hubiera tenido un cuerpo que mostrar hubiera durado más.